
Texto:
“Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus
discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya
nacido ciego?” (Juan 9:1-2).
Oiga como lo dice: “Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento”. Su corazón
estaba y está tan sintonizado en hacer el bien, que aun cuando va de pasada sus
ojos están atentos al necesitado. Uno cualquiera de nosotros si después de
pasar por allí se nos preguntase que vimos, es muy posible que no mencionemos
al ciego, pues vistas de pasada son por lo general visiones casi ciegas. En
Jesús no es así, todos y cada uno de sus pasos fue con un propósito definido,
salvar, sanar, favorecer al hombre y mucho más al miserable. El pasó por allí,
pero su ojo se fijo en el ciego. El ciego no podía verlo, pero El sí a él. Su
bondad es mucho mayor que nuestra necesidad. Bendito Salvador. Lo normal es
voltear los ojos para no ver las miserias de éste mundo.
Por naturaleza nos es mucho más agradable ver modelos bien vestidos en New York, que visitar un amigo
pobre en uno de nuestros barrios. Nos place más la vanidad que la necesidad
ajena. En Jesús es lo opuesto, se fija más en los que sufren, que en los que se
alegran. Las penurias de esta vida no están escondidas de sus compasivos ojos. En
especial si el necesitado es de los que buscan a Dios. Leamos de nuevo: “Tomaron
entonces piedras para arrojárselas; pero Jesús se escondió y salió del templo;
sucedió en la Puerta del Templo, el lugar donde podía encontrarlo. El mejor
lugar para ser visto por la misericordia de Cristo es Su Iglesia.
Los discípulos vieron también al ciego, pero con ojo diferente. El lo vio para
compasión y cura, ellos para debatir: “Y le preguntaron sus discípulos,
diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” (v2).
En asuntos de uno o de otros las lecciones de esta vida se aprenden de las Palabras
de Cristo. En la expresión de los apóstoles encontramos dos verdades y dos
falsedades. Las falsedades explicitas y las verdades implícitas. Es verdad que
la gran parte de nuestros sufrimientos es por causa del pecado; sufrimos
justamente, y aun por el pecado de otros, pues en ocasiones la maldad de los
padres trae dolor sobre sus hijos.
Pero es falso que no haya otra razón para sufrir que no
sea el pecado. Además notamos el error teológico de los discípulos con la
transmisión del pecado de los padres sobre los hijos, como si eso fuera una
ley. Ni grandes apóstoles están exentos de errar en el juicio.
Por tanto, tu mayor obra de misericordia es llevar la luz del Evangelio a las
almas ciegas. Esfuérzate en testificar del amor de Dios en salvar y no
menosprecies el tesoro que Cristo te ha dado para salvar a otros. Si los ojos
de tu ceguera espiritual fueron abiertos por Su Gracia, entonces no te será
difícil explicar a otros lo que hizo por ti. Esa simpleza hizo el ciego y
sacudió los cimientos de su sociedad. Hay muchas maneras de predicar el
Evangelio que no necesitan la escogencia de un texto ni el uso de un púlpito.
Amen.