¿Soy Evangélico o Soy Legalista?


El apóstol lo revela con meridiana claridad, nótese: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Ro. 8:13). La vida Cristiana es sustentada por el Espíritu de Gracia: “Si por el Espíritu hacéis”, no por una obediencia a las obras de la ley o normas religiosas. En cambio, la lucha contra el pecado del Legalista se sustenta en principios legales, tales como el aplauso y alabanza de los hombres. Obedecen por miedo al infierno, o por los impulsos de una conciencia no regenerada, o por el buen ejemplo de otros. Siendo así, no sería extraño que sean tan celosos por las tradiciones de su denominación, o por los dictados de sus líderes, sean estos modernos o pertenezcan al pasado.

 

¿Cómo diferenciar al Evangélico del Fariseo?

Tanto uno como el otro están sintonizados en esto: luchar con el pecado y hacer el bien. La diferencia se vería en lo que los energiza. A saber, en sus armas, su objeto, sus razones, y motivaciones.

 

Sus armas de lucha

El Evangélico lucha contra el pecado con las armas de la gracia, esto es, la Sangre de Cristo, la Palabra de Dios, las promesas del Pacto, y en el poder de la Cruz. Oigámoslo: “Jamás acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal. 6:14). En cambio, el Legalista parece sacar fuerzas de normas y amenazas de la Ley. En eso él piensa que vivirá mejor haciendo esto o aquello, o que fortalece su esperanza haciendo así. Le parece que su obediencia le libraría del infierno al cumplir ciertos requisitos. En breve: Sus armas surgen de su propio poder, votos o resoluciones, y eso le hace sentir seguro. La seguridad del Legalista nace en su mente al leer o recordar ciertos versículos, no de la confianza en la obra de la Cruz.

 

Su objeto

Es cierto que el Fariseo lucha contra su pecado, y le molesta el pecado ajeno, pero su lucha es contra los pecados de su conducta. En cambio, el verdadero Creyente lucha contra los impulsos carnales de su corazón. Uno cuida su imagen; el otro su corazón. El Creyente no ve tanto si su pecado es grande o pequeño, sino que son contra su Rey y Salvador, a quien ama fielmente. Enfoquemos este caso: “¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24). Pablo no miraba su conducta, sino las corrupciones dentro de su pecho. Ya no más Fariseo, sino Cristiano. No sería la obediencia a las normas de la ley que le librarían del cuerpo de pecado, sino que el Capitán de nuestra Salvación, Cristo Jesús, es el Único que podía librarle. El Fariseo se esforzaría aún más para librarse, como si la letra de la ley tuviese algún poder liberador.

 

Las razones del combate.

El Evangélico o Creyente, a quien la Gracia le enseña a renunciar a la impiedad y deseos mundanos, lucha contra el pecado porque deshonra a Dios, se opone a Cristo, contrista el Espíritu Santo, y le separa de Su Salvador. En cambio el Fariseo o Legalista lucha contra el pecado porque le roba su paz, atribula su conciencia y afecta su reputación religiosa. Mientras la gloria del Creyente es la Cruz, el Fariseo se gloría en su obediencia, o lo que él llama pureza de vida; nótese: “El Fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos” (Luc. 18:1). Su vida es obedecer la Ley. No así el Creyente, ya que su vida es Cristo.

 

Sus motivaciones

El Creyente o Evangélico no sirve al pecado, porque está vivo para Dios y muerto al pecado: “Nuestro viejo hombre fue crucificado con El, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido” (Ro. 6:6). En cambio, el Fariseo o Legalista renuncia al pecado, no porque esté espiritualmente vivo, sino para poder vivir por su obediencia a la ley. El Evangélico mortifica al pecado porque Dios lo ama, pero el Legalista abandona al pecadopara que Dios lo ame, para ganar aprobación divina. Enfoquemos de nuevo al Fariseo: “El Fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres”, esto es, que obedecía para que Dios le amara. Su obediencia a la Ley es el fundamento de su gloria, confort y esperanza. Su íntimo pensamiento fue que Dios le aprobara su conducta.

Otra diferencia entre el Evangélico y el Legalista es cómo atacan contra el pecado. enfoquemos este verso: “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”   (Gal. 5:24). El Creyente empieza a luchar contra el pecado en el mismo lugar donde el Espíritu le indica, “en las pasiones y deseos del corazón”. En cambio el Legalista inicia tal obra cuando se asoma o puede salir en su conducta externa. Este signo no solo es como individuo, sino también de manera colectiva. Nuestro Salvador lo reveló así: “Este pueblo con los labios me honra, pero su corazón está muy lejos de mí” (Mt. 15:28). Como congregación adoraban a Dios correctamente en lo que se veía o en lo externo, pero no de corazón. Eran Legalistas: la norma que motorizaba su adoración era sustentada en principios legales, tales como el aplauso y alabanza de los hombres. Así fue Pablo antes de su conversión.

 

En conclusión

El poder de Cristo para renunciar al mal y hacer el bien no viene por una mera obediencia a las normas bíblicas, o Ley, como pretendería un Fariseo o Legalista, sino por medio de la fe o confianza en las promesas del Nuevo Pacto, como hacen todos los Creyentes o Evangélicos: “Por la fe… siendo débiles, fueron hechos fuertes”  (He. 11:34). ¡Dios nos ayude! Amén.